Todo empezó con pequeñas caídas, con pérdidas de equilibrio que la convertían en la “torpe” de la familia. Belén creció desde pequeña con esa sensación, como si aquellos tropiezos fuesen lo más normal del mundo. Poco a poco, la historia de la pequeña Belén comienza a acumular situaciones que, a veces, entraban dentro de lo anecdótico: desde no poder saltar del trampolín de la piscina, a perder el equilibrio cuando cerraba los ojos en la ducha. Hoy Belén tiene veintidós años. Es una joven muy activa. Desde que consiguió su silla de ruedas es más autónoma y no para en casa porque, de lo contrario, “me hundiría”. Y eso, Belén, que siempre tiene una sonrisa en su rostro, no piensa dejar que ocurra.
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Belén, afectada por ataxia: “La sanidad pública se niega a cubrir parte de mi terapia”. |
La primera gran caída
Su vida transcurre desde pequeña con la conciencia de que no era una niña como el resto de sus amigas del colegio. Poco a poco, aquellos síntomas que quedaban en anécdotas se acentuaron. El primer punto de partida llegó a los cinco años. “En el patio del colegio, mientras jugaba con las amigas, me tropecé y caí.” Se hizo un esguince. Un esguince que costaba mucho curar. Pronto empezó el dolor de pies al caminar, y ahí dieron comienzo cuatro años de traumatólogos, placas y pruebas… sólo centradas en los pies. “Recuerdo que cuando subía a una tarima de cristal en el traumatólogo, me tenían que sujetar entre varias personas o me caía. Y siempre se decía… ‘es que Belén es así’”.
Nadie sospechaba de aquellas pérdidas de equilibrio. El único diagnóstico fue que su talón de Aquiles era más corto de lo normal. Belén, mientras, intentaba retomar su rutina. “Un día salimos de campamento por la mañana, para regresar por la tarde. Caminábamos muchísimo, y hubo un momento en el que no podía andar más. Un monitor la llevó durante dos horas montada a ‘caballito’”, rememora entre risas. Las compañeras y monitorias del campamento la llaman “la borrachita”. Y, por entonces admite que no se lo tomaba a mal, porque desde pequeña había asumido ser así.
Cuando regresó de aquel campamento y narró lo ocurrido, el traumatólogo dio en la clave: el problema estaba en el sistema nervioso central. La pequeña Belén fue derivada a neurología y allí pusieron nombre a lo que, hasta entonces, habían sido “las cosas normales de Belén”. Se debía a la ataxia. Hay muchos tipos. La suya, en concreto, es la ataxia de Friedreich. Una enfermedad de las calificadas como “raras”, neurodegenerativa, que por el momento no tiene cura, y que se caracteriza por la pérdida de fuerza muscular y de equilibrio.
Vivir con la ataxia sin saberlo
Los padres se vuelven locos buscando por Internet aquella nueva palabra que iba a estar para siempre en sus vidas. La pequeña Belén, por entonces con diez años, sigue pensando que sus mareos se deben a que ella es así; pero le chocan demasiados cambios. “¿Qué pintaba una neuróloga en el proceso? ¿Por qué me inflan a medicamentos? ¿Por qué me han prohibido hacer gimnasia? Todas esas eran mis dudas. La silla de ruedas se incorporó a mi vida. Y, como no sabía que tenía la enfermedad, desconocía que mi ataxia llevaba emparejada una cardiopatía, una hipertrofia ventricular, de ahí que no pudiese hacer deporte”, recuerda Belén.
“Si no fuese por estas terapias estaría en una cama sin moverme”
La sanidad pública sólo le ofreció como tratamiento unas sesiones de rehabilitación que se reducían a lo mínimo. “Imagina, media hora en un mes era la única sesión que tenía… Parecía una burla. Empeoré. La enfermedad avanzó más rápido y fue entonces cuando mis padres asumieron afrontar el coste de las terapias privadas”, afirma. Con ellas pretenden poner la zancadilla a la enfermedad e intentar frenarla, que no avance tan rápido. Y, por ahora, lo está consiguiendo. “Si no fuese por estas terapias, y todo el esfuerzo que implican, estaría en una cama sin moverme, o no podría ponerme de pie si estoy sentada en una silla. A día de hoy puedo andar con mucha ayuda y un andador, y mis piernas aún tienen la iniciativa de dar pasos. Eso no se podía conseguir con una rehabilitación de media hora al mes. Es imposible. Ningún enfermo puede conseguirlo. Yo, gracias a mis padres, me considero una afortunada, aunque no nos sobra el dinero ni de lejos”, asume la joven.
Todo empezó con pequeñas caídas, con pérdidas de equilibrio que la convertían en la “torpe” de la familia. Belén creció desde pequeña con esa sensación, como si aquellos tropiezos fuesen lo más normal del mundo. Poco a poco, la historia de la pequeña Belén comienza a acumular situaciones que, a veces, entraban dentro de lo anecdótico: desde no poder saltar del trampolín de la piscina, a perder el equilibrio cuando cerraba los ojos en la ducha. Hoy Belén tiene veintidós años. Es una joven muy activa. Desde que consiguió su silla de ruedas es más autónoma y no para en casa porque, de lo contrario, “me hundiría”. Y eso, Belén, que siempre tiene una sonrisa en su rostro, no piensa dejar que ocurra.
Cuando descubre la enfermedad
Llegó la hora de saber la verdad. El momento en el que Belén, con diecisiete años, descubre que ni es patosa ni torpe. Y ocurrió de la forma más inoportuna. Era el mes de diciembre cuando a casa llegó un calendario en el que aparecían unos amigos. Belén lo cogió y leyó en una de las esquinas la siguiente frase: calendario benéfico para la ataxia.
“Como yo soy curiosa y decidida, busqué en Internet. Aparecían cosas con las que me identificaba demasiado. Fui a mi madre y no sabía muy bien cómo reaccionar, tenía algo de miedo”, recuerda. Días después tuvo cita con la neuróloga y allí pudo hacerle todas las preguntas. Luego vinieron las respuestas que nunca olvidará: que padecía una enfermedad degenerativa y que aquellos síntomas no tendrían vuelta atrás. Lloró mucho en la consulta y a su mente viene ahora una frase que la doctora le dijo: “Belén, imagina que cuando naciste había una bolsa llena de canicas de colores. Tú, con los ojos cerrados, cogiste la negra”.
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Belén, afectada por ataxia: “La sanidad pública se niega a cubrir parte de mi terapia” |
Admite que en los días sucesivos se hundió, que no iba a clases, y que no quería saber nada de nadie. No quería creer todo aquello que leía. Le costó asumir que, por más fisioterapia que hiciese, la enfermedad nunca se iría. Tres meses después acudió a una psicóloga y ahí empezó su cambio. Decidió que quería disfrutar de la vida a pesar de la enfermedad. Habló con otros pacientes. Compartió experiencias. Puso todo el esfuerzo por su parte y retomó su día a día.
Si hacer frente a una enfermedad rara es duro y costoso, donde casi el único apoyo de estas familias son las asociaciones dedicadas a la enfermedad, la llegada de la crisis tampoco lo puso fácil. Aparecieron los recortes en las ayudas de dependencia, el copago farmacéutico, denegaron la ayuda para el ascensor que la vivienda no tenía, o tuvieron que pagar de su bolsillo la reforma del cuarto de baño para adaptarla a las necesidades de la joven. Nada es fácil en una enfermedad para la que hay pocos recursos y para la que, por su escasa incidencia, las familias se encuentran con un sistema que no cubre sus necesidades.
El ‘no’ de la sanidad pública a cubrir una parte de sus terapias
Belén afronta cada día sus pequeños-grandes retos diarios, como desplazarse, levantarse, vestirse, ducharse… Ahora es ella la que estudia psicología para ayudar a otros afectados en un futuro y confiesa que tiene, como “terapia alternativa”, escribir en su blog, donde se desahoga cuando casi todo le desborda.
Eso fue justo lo que le ocurrió la semana pasada. En la clínica privada donde recibe una de las terapias le comentaron que se estaba gastando un “dineral” en sus sesiones y que ellos admitían pacientes de la sanidad pública. En su última consulta en el hospital Clínico de Valencia, le cambiaron de doctora, quien le preguntó por su estado y evolución desde el principio. “Le comenté que esta última terapia me va muy bien. Nunca les pido nada, porque me gasto unos 500 euros de media cada mes en mis terapias. Así que pedí, por favor, si por una vez en los doce años que llevo pagando de mi bolsillo la fisioterapia, me podría cubrir algo la seguridad social. Me respondió con un ‘no’ rotundo”.
“Al final la culpa es mía por esforzarme y pagar terapias de mi bolsillo”
Lo que escuchó después de aquella negativa le dolió más: que estaba mejor, que aquellas sesiones eran sólo de mantenimiento, no para enfermedades crónicas, y que su enfermedad avanza muy lentamente. “Me enfadé muchísimo porque ella no sabe cómo estaba yo hace un año. Es la primera vez que me veía, así que no puede decir si estaba mejor o peor. Al final resulta que la culpa es mía por esforzarme tanto, y por pagar terapias de mi bolsillo. Y, segundo, nunca pueden dudar de las opciones de recuperación o mejora de un paciente. Hay que intentar todas las vías. Un médico rehabilitador debe dar un abanico de opciones para mejorar la calidad de vida, y no impedirla”, denuncia.
El mes que viene, en su próxima cita, solicitará de nuevo que la sanidad pública le cubra una de sus terapias, por la que ella paga unos 150 euros mensuales. No se va a cansar de solicitarlo hasta que lo consiga. Y, todo ello, lo hará mientras afronta su enfermedad con decisión. Porque sabe que tiene la fortuna de vivir, que puede afrontar la ataxia con mayor calidad de vida, que tiene fuerza para pelear por sus derechos, que puede animar a otros pacientes… Y sobre todo, porque quiere seguir compartiendo momentos con sus padres y sus amigas, a las que aún mantiene desde que tenía tres años. Las mismas que sonríen cuando recuerdan juntas tiempos pasados. Las mismas que sonríen cuando recuerdan juntas “aquellas cosas normales de la pequeña Belén”.
Fuente: http://www.publico.es/sociedad/dia-enfermedades-raras-sanidad-publica.html